Arlindo Dias SVD *

En su oración, Arnoldo Janssen pone de relieve dos ideas que seguramente ha sacado de su meditación del Prólogo del Evangelio de San Juan (Jn 1,1). Él comienza hablando de la Luz del Verbo y del Espíritu de Gracia. En oposición a eso nos presenta las tinieblas del pecado y la noche de la incredulidad que hoy día se multiplican en tantas formas concretas de injusticia, corrupción, violencia y exclusión. Esto no debe ser para nosotros una simple oración devocional, sino un programa de vida. Estamos invitados a contemplar la luz del Verbo y el Espíritu de la gracia presente en nosotros, en la Iglesia y en la sociedad, así como las tinieblas del pecado y noche de infidelidad que experimentamos en nuestro día a día.

Por otro lado, el Prólogo de San Juan se presenta como un modelo para nuestra identidad verbita, es de ahí de donde hemos heredado nuestro bonito nombre de Misioneros del Verbo Divino. Si ponemos atención al texto, la palabra VERBO aparece 8 veces en forma directa y unas diez veces más en forma indirecta; DIOS viene mencionado 6 veces; PADRE otras 2 veces; HIJO viene pronunciado 2 veces y JESUCRISTO 1 vez. San Juan, de esto modo nos presenta la Trinidad como modelo de comunión y participación y por qué no, de interculturalidad. Después de eso nos menciona por tres veces la palabra LUZ y por 2 veces TINIEBLAS. El evangelista no puede esconder la contradicción del mal presente en la humanidad. ¡De ahí el saca la conclusión de que el Verbo era la Vida; la vida era la Luz y en el Verbo había Vida! En una construcción poética apunta hacia la centralidad de la vida. Es la vida que es la luz. Por lo tanto, lo esencial de la misión de todo el cristiano es el cuidado de la vida. Enseñarnos la importancia del cuidado de la vida en todas sus formas; ¿no es por eso que Dios se hizo carne y vino a vivir entre nosotros?

Si miramos al mundo hoy día, podemos apuntar con seguridad tres grandes luces: 1) la presencia de las mujeres con su modo de ser; 2) los jóvenes con sus búsquedas y 3) el laicado con su presencia y vigor en la Iglesia. Al mismo tiempo, se presenta como cierta noche el hecho que no se haya alargado en sus estructuras para acogerlos en sus múltiples posibilidades de contribución y en su ciudadanía plena. La inclusión de estos tres seguimientos, nos invita a pasar de las tinieblas a la luz, con nuevas formas de comunión y participación. En estos tiempos en donde se ve una tendencia a volver al pasado para encontrar seguridad; también nosotros podemos volver al pasado, pero desde otra perspectiva. Volver a él para encontrar ahí los testimonios que nos apuntan al futuro y nos confirman en la convicción de que el Espíritu estuvo, está y estará conduciendo la humanidad hacia un futuro feliz.

Como estamos a las puertas de celebrar los 50 años del Concilio Vaticano II, les pido permiso para citar algunas de estas inspiraciones dejadas por el obispo Hélder Cámara en dos gruesos libros, que reproducen con mucha pasión su Diario del Vaticano II y sus sueños para la Iglesia. En el año 1965 él nos recordó la importancia del Concilio como evento para la Iglesia al decir que “no fue un juego cualquiera. La esperanza que ha despertado el Concilio no puede sin más desaparecer como un globo que se marchita”.

Después prosigue con el pensamiento de los Padres del Concilio: “Somos continuadores de Cristo: nuestra presencia y acción deben conducir al Maestro en medio de la humanidad, en actitud de diálogo, en espíritu ecuménico, en disposición para servir”. ¿No es eso lo que ha influenciado nuestra identidad y nos ha hecho definir nuestra misión verbita como diálogo profético con los pobres, las culturas, las religiones y los buscadores de fe?

Finalmente, Hélder Cámara comparte la convicción de una Iglesia servidora de los pobres, al relatar de forma apasionada uno de los gestos proféticos del papa Pablo VI durante una de las celebraciones del Concilio: “Terminada la Santa Misa, el Secretario General del Concilio, después de recordar que la Iglesia siempre ha amado a los pobres, anunció que el Santo Padre iba a depositar, en el altar de la ofrenda, su propia tiara para que fuera vendida en beneficio de los pobres. ¡Y la basílica contempló emocionada, en un silencio impresionante, avanzar a Pablo VI con la tiara en las manos, dejarla en el altar y regresar feliz!”

Que en nuestra vida podamos descubrir la luz del Verbo, el Espíritu de Gracia y también las tinieblas y noches de incredulidad presentes en nosotros, en la Iglesia y en la sociedad, y proyectar nuestra misión en la Iglesia al servicio del Reino dentro de una mayor fidelidad al Verbo Divino, que se hizo carne “para que todos tengan vida y la tengan en plenitud”.

* Arlindo Dias, extracto de una Homilía desde el Prólogo de San Juan, en ocasión de celebrarse el XVII Capítulo General 2012.